Encuérate, quítate la ropa y empínate. Me lo dijo así, sin más, como quien dice pásame la sal o regálame un cigarro o cualquier pendejada.
Arcadio Alcántara, desde Paz (algunos críticos afirman que lo ha superado) el mejor poeta mexicano, ensayista, narrador, intelectual, difusor cultural, traductor, crítico literario e iconoclasta, él, el renovador de la poesía y novela latinoamericana, él, Arcadio Alcántara y su obra traducida a no sé que tantos idiomas, él, el revolucionario, su grandeza, su gloria, su reconocimiento, él, y su infinita, casi tierna condescendencia a su terruño, a esta tierra flaca, atiborrada de manadas y manadas de ególatras poetillas y presuntuosos literatos fosilizados por el mainstream local; y yo, empinada, tendida a cuatro patas sobre la alfombra de una habitación fría, impersonal, frente a él, ofreciéndole las nalgas a él, a él, que con un vulgar empínate hizo de mi cuerpo una masa fresca y moldeable; no podía creerlo, no quería creerlo, no así, no él.
Ahhj, el tipo ya ni es tan bueno, ya está viejo, se repite ad infinitum, hasta el aburrimiento, dejó de hacer literatura, buena literatura, desde hace décadas, desde Los escombros, eso fue lo último que yo leí y que vale la pena, después de eso, nada, nada, nada, sólo escombros, ah y uno que otro honoris causa en universidades de medio pelo. Humberto y Marcela embobados con Rodolfo, lo creían inteligente, muy inteligente. Camino a la presentación criticó a Alcántara, ininterrumpidamente, sabía que me molestaba, que me emputaban los esfuerzos sobrehumanos que hacía para lucirse frente a ellos, pero no se detuvo, berreaba escupía injuriaba; no había necesidad, esos dos apenas si sabían algo de cualquier cosa, eran tan pendejos como pocos se atreverían a serlo. No sé por qué permitió que nos acompañaran, tal vez quería cojerse a Marcela o ya se la había cojido. Humberto era muy imbécil y no se daba cuenta que si Rodolfo se erizaba como un pavorreal era para que Marcela no le quitara los ojos de encima.
Me penetró ocho, diez minutos, primero con fuerza, luego con desgano, sin una gota de sudor, dime que quieres más, dime que quieres mi verga, dime que quieres más... estás bien rica; sentí pavor, frío, ganas de correr, de alejarme de ese miembro viejo, flácido, me tenía echada en el piso, con sus manos sujetándome la nuca. Me quedé quieta, intentando disfrutar pero el estás bien rica se incrustó en mi cráneo como en una caja de resonancia, no podía pensar más que en el estás bien rica y en el olor a plástico de la alfombra, estás bien rica, y mi cara rozando la alfombra, estás bien rica, ese olor.
A pesar de todo, el tipo ha hecho cosas importantes ¿no? Humberto, humbertito, tan ingenuo, acaso algunos segundos tardó Rodolfo en romperle la madre: qué cosas importantes, cómo cuáles, a ver, qué has leído de él, y el pobre humbertito callado, microscópico, vuelto un enano, Rodolfo se esponjó como un semental, Humberto no ha leído nada de Alcántara y Marcela, marcelita no podía dejar de olfatear al macho cabrío.
Poco o nada escuchamos de la presentación, estaba molesta, Rodolfo no dejó de burlarse de humbertito, pero sobre todo, cada vez que Alcántara hablaba de la literatura, de sus imbricaciones con la sociedad y la política de su postura ideológica del compromiso del escritor de su poética y su nuevo libro y de sus tantas otras casi incontables obras, Rodolfo vomitaba un prehistórico y gutural gruñido buahhjj para luego empantanarse en el oído de marcelita, le acariciaba el hombro, casi besaba su oreja, jugaba sutilmente con su pelo. Me imaginaba lo que estaba diciendo, intuía cada palabra, la adivinaba certeramente, casi podía sentir su aliento agrio y acigarrado lamiéndome el lóbulo de mi oreja, como cuando nos conocimos. marcelita sonreía ocasionalmente, y esa mueca que oscilaba entre el retraso mental y el éxtasis me asombró tanto, me produjo tanto asco que las palabras de Arcadio Alcántara rebotaban por todo el auditorio, sin ningún sentido, como si fueran el llanto, el gemido, la brama de un animal indescifrable.
Entré a la habitación. Alcántara me ofreció una cerveza, bebimos dos o tres, no dejaba de mirarme los senos, los observaba minuciosamente, fantaseando, imaginando lo que podía hacer con ellos.
La estancia amplia, una mesita de cristal al centro, el tapiz de las paredes era color crema o amarillo; estaba helado, olvidé apagar el aire acondicionado, me dijo, me gusta el frío, tanto tiempo en New York termina por perturbarle el termostato biológico a cualquiera, espero que no te moleste que esté tan frío; estaba congelándome pero reí, una sonrisa falsa, fabricada, no, no me molesta. La sala era incómoda, de mal gusto, él se ofreció a poner algo de música ¿cómo que te gusta? ignoré la pregunta y me levanté para ver de cerca el cuadro de un cazador y un sabueso colgado en la pared, era una reproducción, una litografía; kitsch, puro mal gusto, artificios de la clase media, a la que siempre perteneceremos ¿no te parece? me quedé observando su frente amplia y arrugada, percibí en su mirada aburrimiento, tedio, luego asentí o dije algo o tal vez no dije nada. Alcántara no volvió a insistir con lo de la música, mejor así, pensé. ¿Te gustó la presentación? quería decirle que sí, contarle lo del pendejo de Rodolfo, de sus amiguitos imbéciles, del estúpido de humbertito y su imperdonable error ¿un estudiante de letras que no ha leído nada de Alcántara? o quería hablar de literatura o de política o el compromiso o de sus obras y el proceso creativo o de la vez que corrió de su casa a Lima y a Belano por borrachos e impertinentes o quería hablarle de mis poemas de mi socarrona insistencia de no participar en las lecturas presentaciones canapés que tanto excitan a las jaurías o de cualquier cosa que no me hiciera ver visceral, frívola. Dudé algunos segundos, pero respondí con un sencillo y discreto sí, se quedó callado, como esperando, pero no dije nada, tomé su mano derecha y la puse sobre mis senos.
La fila era larga pero yo quería que firmara mi libro, Rodolfo no dejaba de chingar, quería irse, a tomar, a cojerse a marcelita, a cojerse a humbertito, nunca se sabe. Por qué insistes cabrón si tú conoces perfectamente que me revienta la madre que me presiones no me voy de aquí si no me da la pinche gana si quieres largarte pues vete a la mierda y ya lárgate y deja de joder, voltearon cuatro cinco personas, Rodolfo me pidió las llaves del departamento, me lanzó un chantajista no-me-esperes y desapareció del lugar, tuve miedo, no por la mezquina amenaza de Rodolfo, a esos arrebatos ya estaba acostumbrada, tenía pavor de que Alcántara escuchara los bufidos de la bestia.
Su nombre señorita, Jimena, me llamo Jimena, me gusta tanto su obra, es… reveladora. Jimena es un bello nombre, me gustaría estar alguna vez con una mujer llamada Jimena, de verdad que es un hermoso, hermosísimo nombre; no supe qué decir, sus rostro lucía cansado, harto ya del bullicio, de las hienas, el cabello entrecano y unas manos suaves y blancas me acariciaron cuando me regresó el libro: para mi lectora preferida, Jimena, la que sabe que la literatura siempre es una revelación. Hotel Ancira, habitación 147, avisa en recepción, llega a las 11:00.
Lucía, Cándida, tal vez Beatriz o Carlota, preferiría ser cualquier personaje de cualquiera de sus novelas, y no Jimena, no ese cuerpo que sólo escuchaba el estás bien rica, no esos muslos que más que placer sentían el golpeteo del estómago abultado y laxo de una estatua. Terminó de golpe, sin gemidos, como si nunca hubiera empezado, me dio una nalgada y sentí su lengua recorrer mi cuello. Arcadio se levantó y anduvo un rato por la habitación, encendió un cigarrillo, entró al baño; yo seguía tirada en el suelo, cuando salió escuché el gorgojeo del agua yéndose por el drenaje, pude ver su cuerpo obeso y pálido, se asomó por la ventana, encendió el televisor, se sentó en el borde de la cama, me volteo a ver y me dijo serenamente: hay otras dos cervezas por si te quieres quedar otro rato. Pensé en levantarme, subirme los pantalones, ponerme la blusa, salir de inmediato, sin decir nada, dejar atrás todo, sin explicaciones, seguro que lo desconcertaría, seguro que después, un cuento, un poema, una novela, Alcántara convertiría el suceso en literatura; Carlota Beatriz Cándida Lucía Jimena se reconocerá en un texto de Alcántara, sabrá que desencadenó una serie de acontecimientos que produjeron una obra de arte, su obra de arte. Pero no pude hacerlo, cuando terminé de vestirme observé de reojo un cuerpo bofo y encorvado: estaba viendo el noticiero. Le llamé Arcadio o Alcántara o simplemente dije o grité: usted ha dejado ser un hombre, usted ya no es un artista, él me miró algunos segundos, luego simplemente volteó la cara y subió el volumen del televisor.
Salí de la habitación y no podía dejar de cuestionarme cómo chingados me había metido con un pendejo como ese, tantos tipos decadentes en mi vida, pero recordé a humbertito, a pesar de todo el tipo ha hecho cosas importantes, sí, y sus discursos siguen siendo muy buenos… casi apasionantes.
lunes, 8 de septiembre de 2008
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