lunes, 8 de septiembre de 2008

N/N

Si de pronto, por acto divino o simple peripecia del destino, a este ser se le dotara de conciencia (o se hiciera de una), estoy convencido: abandonaría la casa.
Laurenço Giravente, refiriéndose a su perro


I
Cuando Heráclito Mendoza intuyó la gravedad de lo sucedido (como nunca antes lo había hecho en su existencia) supo que su vida jamás volvería a ser la misma. Justo en el momento en que el mango estriado del cuchillo rozó su piel al resbalar nerviosamente de su mano izquierda, sintió un estremecimiento, una pequeña erupción nacida del abdomen y que, en el preciso instante del roce, comenzó a invadir y magnetizar cada milímetro de su piel.
Casi 26 centésimas de segundo más tarde, el tintineo producido por la vibración del metal chocando contra las baldosas de la cocina llegó hasta sus oídos: la realidad se le manifestó clara, nítida, como si el velo que durante 52 años había obnubilado su vista se desgarrara y en lugar de una espesa negrura, un límpido y sereno paisaje se descubría ante su mirada. Se observó paralizado, quieto, se vio a sí mismo. En su mente aquella imagen quedó capturada igual que en un daguerrotipo.

—hazte de comer Mendoza, hoy salgo, por eso ando arreglada ¿qué no ves? Un huevo, lo que sea, lo que se te antoje; hazte de comer y no molestes, come algo antes de que te vayas con Camero…

II

Me dijo: no podré asistir hoy... salieron algunos asuntos, nunca me imaginé a qué asuntos se refería, de hecho, todavía me cuesta creer que Heráclito haya sido capaz de hacer lo que hizo.
Lo conocí como hace doce o trece años, en las oficinas de Imatel, yo era coordinador de ventas y él contador, finanzas o algo así; no hablaba mucho, generalmente yo era el que tomaba la iniciativa cuando charlábamos, él asentía o se reía o simplemente se quedaba callado, supongo que era demasiado inseguro.
No recuerdo cómo es que comenzamos a reunirnos en mi casa, no recuerdo muchas cosas, mi memoria es malísima, aunque, lo que pueda ayudarles, tengan por seguro que lo haré sin dudarlo, y es que, de verdad, yo apreciaba mucho a Judit.
Tomábamos whiskey, él cuatro vasos, siempre, agua mineral, hielos, lo usual, siempre cuatro, decía que tenía que manejar, generalmente estaba dos o tres horas, yo hablaba, él escuchaba, a veces me contaba algunas cosas, cosas sin importancia, intrascendentes. Estoy solo desde hace tiempo, usted debe comprender, mi mujer y yo decidimos separarnos, Heráclito apareció y en serio que es buen tipo, no se mete con nadie.
No, no me acuerdo muy bien de cómo es que comenzó “nuestra amistad”, en Imatel yo la pasaba mal, el divorcio, vivir solo, nunca en mi vida había vivido solo, fue difícil y pues yo siempre veía a Heráclito comer en la cafetería, apartado de los demás, no hablaba con nadie, creo que me identifiqué con él, algo así. Aunque yo tenía mis amigos en la oficina casi siempre me sentía solo, usted entiende, y un día simplemente me le acerqué; al principio batallé para que me tomara confianza, desistí algunas veces, salía a comer fuera del edificio, para evitar a Heráclito, me molestaba un poco su parquedad, pero recuerdo que cuando tenía ganas de hablar regresaba a la rutina de Heráclito y la cafetería, fue una temporada, no sé cuánto, pero estoy seguro que no pasa de un año; transcurrido un tiempo hasta sonreía cuando yo le narraba las peripecias del inútil de Robles y su innata incapacidad para manejar la gerencia de ventas o ponía la cara de serio cuando le hablaba de Clara, mi mujer.
Luego vinieron los jueves, no sé cómo exactamente, pero lo invité a casa o llegó solo… quién sabe, después de tantos años es casi imposible precisar lo que sucedió; el punto es que empezamos a vernos los jueves, él llegaba a mi casa como a las diez de la noche y se iba a las doce, siempre fue muy puntual y cuando no podía visitarme, me lo anunciaba con semanas de anticipación. Hablábamos de música, bueno, yo hablaba de música, escuchábamos piezas, discos de jazz, me gusta el jazz sabe, Parker, Monk, Miles Davis, Gillespie Coltrane, Bechet, ah, los clásicos, a Heráclito parecía también gustarle, al menos no le desagradaba.
En sí de nada, en ocasiones no pronunciábamos palabra, sé que resulta difícil de creer, pero… ni a él ni a mí nos incomodaba, tomábamos unas copas, él no fumaba ¿alguna vez a escuchado ornithology? es verdaderamente una joya.
Me agradaba tanto cuando Judit visitaba la casa, fueron pocas veces, ella era muy hermosa, mucho más joven que él y yo, y pues usted comprenderá, ella era todo lo contrario a Mendoza (así le decía ella), hablaba mucho, sonreía más, me enteré de más cosas de Heráclito por Judit que por él mismo, a veces veía a Mendoza sonrojarse por las confidencias que Judit ventilaba, pero, no pasaba a más. Me sorprendió mucho cundo me anunció que se había casado, hace 4 años de eso, lo recuerdo muy bien porque cuando me lo platicó me indigné un poco, yo era su mejor amigo, o lo más parecido a un amigo, y ni siquiera me había invitado a la boda y jamás me había hablado de Judit. En unos meses todo volvió a la normalidad, Heráclito era así y yo lo aceptaba como tal, a Judit la conocí casi un año después de la boda, hasta llegué a dudar que Judit fuera un persona real, viniendo de Heráclito, y no digo que esté loco ni nada parecido, lo que pasa es que así es Mendoza, usted entiende.
No, no hablaba mucho de ella, y no, nunca me pareció extraño, pensándolo bien lo que sí me parecía un poco fuera de lo común era que ella le hablara por Mendoza y no Heráclito o amor o que sé yo, y no es que yo sea cursi o algo así, pero cuando lo de mi mujer, bueno, cómo explicarlo, éramos más cariñosos.
Alguna vez me dijo algo sobre un perro, hace meses, no recuerdo cuándo ni por qué me contó lo del perro, pero me explicó que halló un perro en la calle, un perro mediano, negro o café, que decidió quedarse con él y Judit no lo quiso, y sí, la verdad la comprendo, alguna vez tuve un perro y era demasiado sucio, tenía que limpiar el patio al menos dos veces al día, además, las croquetas están carísimas, en estos días uno ya no puede permitirse esos lujos, hice lo que mejor pude, regalé el animal a Francisco, mi sobrino. Usted sabrá, un hombre como yo no sabe cuidar animales, es mejor una familia, en todo caso, tienen tiempo para eso ¿no cree?
No, que yo sepa no tenían “pleitos”, si los había, Heráclito nunca me hablaba de eso; no, tampoco creo que el perro haya sido el “motivo”, no, definitivamente no, sería, cómo decirlo… ridículo.
Sí, esa noche me habló como a las 10:56, me acuerdo exactamente la hora por el reloj que está colgado en la pared de la sala, justo arriba del teléfono; verá, estaba algo preocupado, pensé que había pasado algo, que había chocado o algo peor y por eso no había llegado, cuando contesté me dijo algo así como: no podré asistir hoy... salieron algunas cosas; me tranquilizó escucharlo tan sereno, tan seguro, como pocas veces.
Qué pena que pasen estas cosas.


III

Una gota de sudor, salada, cristalina y tibia, resbalaba en el cuello de Judit. Heráclito no quiso dar explicaciones, sólo decidió quedarse en casa, sólo lo decidió. En el fondo sabía que el incidente de la gota de aceite hirviendo, que hace apenas dos horas con seis minutos quemó la piel de su antebrazo izquierdo cuando intentaba cocinar unos huevos, había despertado en él un extraña sensación de vacuidad, de angustia nunca antes experimentada. Decidió esperar a Judit, sólo lo decidió.

—por qué no fuiste con Camero ¿qué, te pasa algo? ¿qué, me estuviste esperando todo este tiempo en la cocina? bueno, tú sabes…

Judit le dio la espalda, no esperó respuesta o no le interesaba, estaba acostumbrada al autismo de Heráclito, dio la espalda. Él observó con detenimiento una gota de sudor que brotaba de la nuca de un cuerpo desconocido, de una mujer frente a él que dejó de tener nombre, forma y cualquier sentido, era como si ya no perteneciera este mundo, y ella, su mujer, fuera un cascarón, la muda de piel de un reptil o insecto, o un bulto que de la nada se materializara para ocupar, inútilmente, un espacio frente al fregadero de la cocina.

La gota escurrió desde la nuca, desde el cabello recogido de Judit, escurrió desde la nuca y recorrió, salada, cristalina y tibia, el cuello, por el cuello haciendo camino entre los vasos capilares y los surcos microscópicos de la piel. La gota se detuvo en la tercera vértebra de la espina dorsal, donde apenas inician los omóplatos, donde el vestido negro de Judit la absorbió intempestivamente. Heráclito se acercó a Judit, pero no a Judit por ser Judit sino al gota que se desprendía del bulto, de la muda de piel, del cascarón de reptil o insecto, y acercó sus fosas nasales a 2.6 centímetros del cuello de su mujer, el recorrido de la gota dejó un hilo húmedo, un pequeño, ínfimo río de sudor apenas perceptible para el ojo humano; aspiró profundamente y la mezcla del perfume, el sudor, el maquillaje, el vello, la carne, los huesos, la sangre, los dientes, la saliva, la lengua, los músculos y la grasa entre ellos, la comida depositada en su estómago, aún sin digerir y los jugos gástricos en plena ebullición (los jugos, fue su hedor lo que más lo sacó de quicio), engendraron en Heráclito una opresión originada en la boca del estómago y consumada en lo más sensible de la garganta humana: la tráquea.

Náusea. Después las cosas sólo transcurrieron, el mango estriado, la fría y brillante hoja de metal, la caja torácica abriéndose como una calabaza ante la hoja, fría, afilada y brillante; la segunda, la tercera y la séptima costilla externa, primero ofreciendo resistencia pero luego desgarrándose, rotas, vulneradas, convertidas en miles, millones de pequeñísimas partículas de cartílago y hueso. La hoja, brillante, fría, penetró la piel, la grasa, los músculos, los pulmones que, espasmódicos e hinchándose de sangre en lugar de oxígeno, se contrajeron por última vez, quedando como una plasta convulsa y sanguinolenta, una placenta moribunda y viscosa.

La novena cuchillada la detuvo el esternón, una grieta, una rasgadura en el apéndice xifoides quedó después de la invasión de la hoja metálica; entró transversalmente, sin tocar el corazón pero inundando de sangre los alvéolos del pulmón derecho. La novena cuchillada provocó la muerte. Diecisiete tajaduras más tarde, el cuerpo de Judit se desplomó sin siquiera tener tiempo de percatarse de su propia muerte, Heráclito, un poco agitado, escuchó un golpe hueco, seco e inorgánico, escuchó el crujido de los huesos quebrándose con el propio peso del cadáver. El sonido, el crackp que se amplificó con la abertura en la caja torácica, recordó a Heráclito el crac que produjo el golpe contundente de un mazo en la cabeza de un animal más pequeño, un perro.

No quería matarlo, pero tenía que deshacerse de él. No se le ocurrió otra cosa, tomó el mazo del cuarto de herramientas, acarició torpemente la cabeza del perro, le besó las orejas y sin meditarlo, de un solo golpe, destrozo el cráneo del animal. Una grieta profunda, roja y oscura, el cuero peludo desprendiéndose de la caja ósea, el globo ocular derecho reventado, las mandíbulas rígidas, apopléjicas, la masa encefálica todavía tibia, latiendo.

Recordaba y las imágenes se mezclaban en su cabeza, un sueño, una alucinación de la que no podía despertarse. Esa noche enterró el perro en el patio de la casa, a un lado de los rosales de Judit, lloró como hacía años que no lo hacía, gimoteaba como niño, gemía y exhalaba hasta agobiar la capacidad de su tórax. Judit no se dio cuenta, nunca le preguntó qué había pasado con el perro, esa noche, ella dormía apaciblemente.

Recordó las patas del animal, sacudidas involuntariamente por las terminales nerviosas trituradas por el golpe, por los impulsos eléctricos y caóticos de los músculos aún vivos; observó al animal hasta que su cuerpo dejó de moverse. Recordó que algunos meses atrás contemplaba el cadáver de un perro, y en ese momento, reparaba en el cadáver de otro animal, más insólito, más incomprensible. Recordó que las suelas de sus zapatos se mancharon accidentalmente con la sangre del perro y, obligado por un mecanismo incognoscible, estampó la suela de su zapato izquierdo en el charco de sangre que el cadáver de Judit alimentaba.

Recordó algo o pensó que recordó algo, todos sus pensamientos, ideas, frases, palabras, sílabas, letras, iban y venían, cruzándose, colisionando en su cerebro hasta convertirse en impulsos nerviosos, en chispas eléctricas que se extinguían en la membrana plasmática de sus neuronas. Recordó el cuerpo del perro y recordó que, ahora, parado en la cocina, tenía que enterrar el cadáver, el otro cuerpo, enterrarlo junto a los rosales, descuartizarlo o tirarlo a la basura, quemarlo o simplemente salir de la casa, desaparecer y nunca regresar.

Cuando Heráclito Mendoza intuyó la gravedad de lo sucedido (como nunca antes lo había hecho en su existencia) supo que su vida jamás volvería a ser la misma. Casi 78 centésimas de segundos más tarde, conmocionado por una especie de epifanía, de revelación o alucinación, se vio a sí mismo como en realidad era.
Lo comprendió todo: ante la ausencia de Judit y en consecuencia a todo lo acontecido: tendría que conseguir un perro. Para hacerle compañía.

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